YOUTHSPARK | El corazón de la selva

escrito por

Jennifer Warnick


Inclusive en la selva el desayuno es la comida más importante del día.

También es uno de los pocos momentos en que Sara Stifler, Sathya Narayanan Subramanian, Dominic Co, Juan Carlos Murillo y Laura Fulton dejan de moverse. Y es durante el desayuno que hablaremos sobre la vida, el amor, la tecnología y sus metas mientras comemos huevos, tostadas, plátanos y jugos exóticos.

Por encima del ruido de tazas de café y cubiertos, estos cinco jóvenes irán revelando poco a poco sus planes de cambiar el mundo y, al hacerlo, descartarán rápidamente cualquier noción desagradable que yo tenga sobre la generación de los Millennials. (De hecho, su optimismo es tan contagioso, y sus capacidades y confianza tan reconfortantes, que un día me encontré a mí misma tarareando la canción “We Are the World” mientras terminaba mi desayuno—sin un ápice de ironía—.)

Al igual que la obra maestra de John Hughes hace 30 años, este “Club de los cinco” está formado por cinco jóvenes con muy poco en común que se meten en una situación difícil que los desafía y, por lo tanto, los transforma para siempre. A diferencia de “El club de los cinco” original, estos cinco jóvenes se hospedan en una cabaña en la selva amazónica, no están castigados como en la película. (Además, debido a que el mayor de ellos nació en 1991, ninguno ha visto la película, pero escuchan y asienten educadamente con la cabeza cuando les explico el tema y su relevancia cultural.)

Hace meses, antes de salir a comprar ropa de secado rápido para dos semanas y viajar a la cabaña en Sudamérica, los cinco jóvenes participaron en el concurso “Challenge for Change” (Desafío por el cambio) de Microsoft YouthSpark. Primero, enviaron sus ideas (muy diferentes entre sí) sobre cómo utilizar la tecnología para mejorar sus comunidades. Más tarde fueron nombrados entre los 20 finalistas y luego, después de un intenso periodo de votaciones públicas en línea, . Cada uno ganó un paquete de tecnología de Microsoft, emergieron victoriosos$2,500 dólares para sus proyectos y un viaje de dos semanas a Ecuador para ayudarlos a desarrollar sus habilidades de liderazgo y reafirmar su pasión por el cambio.

Durante el desayuno nos enteraremos de que Fulton ganó una patente antes de graduarse de la preparatoria (por un esmalte dental sintético que inventó), que en casa Murillo tiene un perico de nombre Max que hace una imitación perfecta de su madre cuando lo llama a cenar, que a Co no le gusta el helado (aunque su mamá es la directora de Dippin’ Dots en las Filipinas), que Subramanian es 100% confiable para realizar algún comentario gracioso cuando las cosas se ponen demasiado tensas o pesadas, y que Stifler pasó el verano viviendo en una casa de campaña en el bosque simplemente para saber si lograba hacerlo.

En un lapso de dos semanas, cinco jóvenes adultos que empezaron como extraños equipados con solo pases de abordar y mochilas formarían una relación de hermanos. En agosto salieron de sus hogares y abordaron un avión rumbo a una aventura. (Técnicamente, el destino era Ecuador, no aventura, pero de ahora en adelante podemos decir que los dos son sinónimos.)

Stifler, de 21 años de edad, se presentó en el Aeropuerto Internacional de Baltimore-Washington en sus pantalones de mezclilla favoritos, rotos y manchados por un reciente accidente de patineta. Mientras esperaba subirse al avión, escribió en su más preciada pertenencia (que es, de hecho, cualquier libreta que tenga a la mano).

A medida que Subramanian, de 23 años de edad, caminaba hacia la puerta del Aeropuerto Internacional de Coimbatore, trastabillando bajo el peso de su gigantesca maleta, su papá, mamá, abuela, dos tías y hermana lo despidieron vitoreando (con tanta emoción que la gente de alrededor le preguntaba a Subramanian si se iba de la India para siempre).

A unos 5,000 kilómetros al este de las Filipinas, Co, de 19 años de edad, cargaba en la espalda su mochila anaranjada en el Aeropuerto Internacional de Manila. Al pasar por el área de seguridad, su cinturón se rompió, y sus pantalones color verde oliva de secado rápido se le comenzaron a caer. Se sentía mortificado. “Pero mi mochila está lista para la Amazonia”, bromearía más adelante.

Fulton, de 18 años de edad, salió de un auto rentado en Newark después de un viaje de tres horas desde su hogar en Egg Harbor Township, Nueva Jersey (tuvo que salir muy temprano por la mañana —demasiado temprano para pedir a alguien que la llevara—). A pesar de su salida de madrugada, Fulton, quien pronto ingresará a la Universidad de Pittsburgh, estaba lista con su cámara (como siempre) y vistiendo una de sus camisetas favoritas, azul, de cuello en V, con la palabra “HOPE” (esperanza) al frente.

En Boston, el asistente de investigación en MIT, Murillo, de 22 años de edad, llegó temprano al aeropuerto; llevaba puesta una camisa de vestir rosa y anaranjada, listo para volar sobre su casa y su familia en México rumbo a Sudamérica.

Después de pasar un tiempo en Quito, Ecuador (incluida una visita a la línea del ecuador y a la oficina de Microsoft en el país), los cinco, en conjunto con un grupo más grande de jóvenes, emprendieron un viaje de ocho horas en autobús y luego un viaje de 30 minutos en lancha para llegar al hostal Minga Lodge en la selva amazónica de Ecuador. El hostal (a unas 2.5 horas río arriba desde Coca, Ecuador [la dirección en la que nada la piraña]) lo maneja Free the Children, una organización internacional benéfica que trabaja para ayudar a los jóvenes a ser agentes del cambio. Cada día del viaje, los jóvenes altruistas tendrán tiempo para pensar en sí mismos y el lugar que ocupan en el mundo, así como hablar de las herramientas y las técnicas que convierten las ideas en realidad y las intenciones en acciones. Luego, después de hablar sobre cómo van a cambiar el mundo, caminan hacia un pueblo cercano para construir la tan necesaria cocina de una diminuta escuela en la selva.

“Me parece buena idea que nos manden a un lugar como Ecuador, donde tenemos dos semanas para ver la escasez de recursos y la vida tan difícil de las personas, y donde tenemos tiempo de pensar en muchas cosas y en todo lo que tenemos”, dice Subramanian durante el desayuno. “Luego, cuando volvamos a casa, podremos ejercer presión desde un lugar de poder. Podremos decir: ‘Tenemos tantos recursos que otros carecen, de modo que debemos aprovecharlos al máximo’”.

Durante las próximas dos semanas, el hostal fue el hogar de estos adolescentes y jóvenes voluntarios, quienes trabajaron en las comunidades cercanas, se sumergieron en la cultura ecuatoriana, exploraron el bosque tropical y aprendieron la minga (una manera local de decir: “muchas manos aligeran el trabajo”). Aunque la palabra era nueva para ellos, los cinco ganadores de Challenge for Change llegaron a la selva muy familiarizados con el concepto.

En la Amazonia, cuando surge un problema (ya sea construir una escuela nueva, encontrar agua limpia para beber o cargar litros de Coca-Cola desde la canoa), cada casa envía a alguien para ayudar. Aunque eso interrumpa lo que estén haciendo en ese momento, los voluntarios asisten con alegría, y las personas piensan, sudan y trabajan duro juntas para resolver el problema.

“Venir aquí nos ayuda a entender esos problemas con mayor profundidad, como la contaminación o el hecho de que la gente no tenga agua limpia para beber ni comida suficiente”, dice Murillo. “Solo cuando entiendes los problemas puedes utilizar tu cerebro o tus músculos o la tecnología para resolverlos”.

Desde el largo viaje desde Quito, el grupo llega justo a tiempo: las puestas de sol en el Minga Lodge son verdaderamente espectaculares.

Cada día antes de la cena, la gente coloca sillas en la amplia terraza del hostal para ver el día derretirse como helado dentro del Río Napo. A medida que la luz se va desvaneciendo, una orquesta de aves e insectos suena majestuosa, como si despidiera del escenario a la luz del día después de un largo discurso de aceptación en los premios Oscar.

Ninguno de los cincos había ido nunca a Sudamérica.

“Es como Pandora, el planeta de la película ‘Avatar’”, dice Subramanian. “Es un mundo completamente distinto, más allá de la imaginación de la vida metropolitana”.


Una mañana, durante una caminata por la selva, los estudiantes conversaban sobre la vida salvaje local conforme ascendían un monte tan inclinado que tenía escalones. Mauricio y Rodrigo, los guías de Minga Lodge, solían decir: “Si no ven vida salvaje de ningún tipo en la jungla no se preocupen, ella sí los ve a ustedes”. Eso, desde luego, hacía al grupo estremecerse (y hasta temblar). La selva amazónica está, en efecto, llena de criaturas venenosas que muerden y pican (aunque, por fortuna, la mayor parte del tiempo prefieren evitar a los humanos). Hay pirañas, tarántulas, escorpiones, caimanes, anacondas…

“Espera, ¿pero qué sucede en la película ‘Anaconda’?”, pregunta Co.

“¡Todo sucede!”, responde Subramanian, riendo.

Uno de los guías, Rodrigo, detiene al grupo para mostrarles una tela de araña dorada “tan fuerte que puedes tocarla como si fuera la cuerda de un bajo”. Cuando finalmente llegan a la cima del monte, la recompensa es una vista imponente de la selva y el río. Murillo lo absorbe todo con una gran sonrisa de satisfacción.

Su proyecto, Sin Miedo a la Corriente, busca “eliminar el miedo” a la tecnología entre los adolescentes mexicanos y motivar su interés en la computación y la ingeniería eléctrica, ya sea enseñándoles sobre las tecnologías emergentes o a generar código.

“En México, el sistema educativo actual carece de muchos temas relacionados con la tecnología”, dice. “La tecnología se ha convertido en una parte esencial de mi vida. La tecnología me ayuda a ser más creativo, a ser innovador, a materializar mis ideas y a hacer el bien a favor de la gente”.

A principios del próximo año, cuando haya concluido su trabajo como asistente de investigación en el área de ciencias de la computación en MIT, volverá a México para terminar su último año de universidad y expandir ampliamente Sin Miedo a la Corriente. Le gustaría que el programa se implementara en 100 escuelas secundarias y llegara a 2,000 estudiantes a lo largo de la próxima década.

La vida en la selva es un desafío especial para Juan Carlos, quien ha padecido toda su vida de trastorno obsesivo-compulsivo (TOC). Compartir una cabaña rústica y cuartos de baño con insectos, polvo y compañeros de habitación, trabajar en la tierra, caminar por zonas frondosas y comer alimentos desconocidos ha sido difícil para él, aunque nadie sabe cuánto. (De hecho, nunca mencionó nada de esto hasta después del viaje). Una tarde durante una demostración de tiro de lanza y de dardo con cerbatana se rehusó a soplar por la cerbatana por miedo a contraer gérmenes, ya que esta pasaba de boca en boca entre los integrantes del grupo. Me reí (yo estaba pensado lo mismo) y le ofrecí una pequeña toalla antibacterial. La tomó, y aunque seguía pareciendo indeciso, tras unos minutos de pasearse por la periferia se formó en la fila. Limpió la cerbatana, respiró profundamente y sopló, arrojando con el aire de la boca una diminuta espina de puercoespín que apenas erró el objetivo en su primer intento. Todos gritaron y vitorearon con alegría.

Aquellos que pasaron la mayoría del tiempo con Murillo no se percataron de su TOC. Por el contrario, comentaron acerca de sus habilidades sociales, su buena disposición, su pasión por la tecnología, sus interesantes conversaciones y su genio en general”. Aun así, es hombre de cuidado y precisión, especialmente con las palabras. Cuando le hice una pregunta hipotética sobre él y la vida que pensaba llevar, meditó la pregunta durante varias horas; cuando volvió, traía consigo un pedazo de papel con lo siguiente: “Fue el hombre más feliz de la Tierra y usó su energía para motivar a todo aquel que conocía, para amar a su familia y sus amigos, y para innovar y construir un mundo mejor”.

Es casi mediodía, lo que significa que es hora de que los excursionistas bajen del monte y regresen a comer.

“Si ya terminaron de tomarse selfies, podemos continuar”, dice Rodrigo al grupo.

A la mañana siguiente, los jóvenes huéspedes de Minga Lodge se suben a una canoa y cruzan el río para visitar a Miguel Vargas, un campesino que provee al hostal de algunas de sus frutas, vegetales y café. Mientras enseñaba el lugar a los estudiantes, mostrándoles el duro trabajo que implica acarrear agua limpia del manantial y cosechar café y yuca, Subramanian explicó su aversión a la seriedad.

“El trabajo, la vida, el destino… Todo eso es algo aburrido. No tengo que ser un estereotipo. No tiene que ver con comprar cosas, sino con sentirse satisfecho contigo mismo y con lo que haces. Si alguien me dijera ‘te vas a morir la próxima semana’, por lo menos sabría que hice algo y que no solo me enfoqué en mí mismo”, dice Subramanian.

Subramanian, de 23 años de edad, es el más grande del grupo en el Minga Lodge, y solo le toma un par de días consolidarse como el tío alegre y feliz de algunos de los chicos más jóvenes. “Soy yo quien se la pasa saltando por todas partes recordándole a la gente que la vida es corta y que hay que ser feliz”.

No dejes que ese gran oso de peluche te engañe: en la preparatoria se convirtió en Socio Estudiantil de Microsoft, acaba de terminar su maestría y planea ingresar pronto al doctorado. Hace dos años creó su propio proyecto, el Programa de Alfabetización Digital, con la esperanza de ayudar a los estudiantes en las regiones alejadas de la India a desarrollar su potencial tecnológico.

“En esencia, quiero causar un impacto dentro de las comunidades de bajos recursos que carecen de acceso a tecnología y enseñarles a utilizar computadoras y brindarles acceso al Internet y asegurar que saquen el mejor provecho de este”, dijo Subramanian. “En la India, un promedio del 70% de la gente no tiene teléfono celular, y aquella que tiene un smartphone no sabe cómo utilizarlo para mejorar su educación y su desarrollo personal, ni cómo aprovecharlo para otras cosas además de realizar llamadas telefónicas o escuchar música. Eso es precisamente lo que estamos intentando enseñar”.

El joven ha notado que en Ecuador sucede algo similar.

“Coca-Cola y Fanta tienen un mercado establecido en lugares donde ni siquiera hay electricidad”, dijo Subramanian. “La tecnología se puede utilizar para el bien social, pero su acceso es todavía muy limitado. Imagina un mundo donde todos sean expertos en tecnología, donde toda la gente tenga acceso a todos los recursos del mundo. La gente tendrá la sabiduría para distinguir el bien del mal. Las líneas entre lo que se tiene y no se tiene comenzarán a desvanecerse. El mundo jamás volverá a ser igual”.

Más tarde, cuando el grupo se subió a las canoas y se dirigió río arriba para reunirse con el chamán, Subramanian y Co fueron de los primeros en ofrecerse a participar en un ritual de limpia. Se retiraron las gafas, se sentaron en una banca y cerraron los ojos conforme el chamán —vestido con camiseta y penacho— soplaba humo de tabaco en cada persona dándoles suaves golpecillos con un abanico de hojas de yuca secas para limpiar sus espíritus. Después de la ceremonia, vi a Co hablando con el chamán, mientras Murillo actuaba como intérprete.



“Le pregunté si podía leer mi futuro”, dice Co. “No puede”.

“Pero no importa”, agrega jovialmente.

Co es dulce, optimista y de voz suave; sin embargo, es tan astuto como Subramanian es simpático. Una vez de regreso, Co escribió extensamente sobre lo que más le agradó del viaje, incluyendo la oportunidad de quedarse en el “[…] absolutamente hermoso Minga Lodge ubicado en una de las selvas más diversas del mundo y donde conocí insectos nuevos todos los días desde la comodidad de mi propia cama”.

Aunque en un principio parecía ser el más tímido del grupo, siempre era el primero en participar. Cuando los niños de un pueblo vecino se le acercaron con un balón de futbol, les dijo que no sabía jugar, pero en unos cuantos minutos le enseñaron a manejar el balón. Cuando un grupo musical ecuatoriano vino a tocar, prendió fuego en la pista de baile dentro de un quiosco con techo de paja. Por si fuera poco, se comió “la larva de un escarabajo rinoceronte anaranjado del tamaño de un perro chihuahua”.

“A pesar de mis miedos y mis inhibiciones, quería aprovechar al máximo esta experiencia”, dice Co. “Es una oportunidad única en la vida para empaparme de la cultura y belleza de la selva amazónica”.

Desarrolló su proyecto, Libroko.org, para ayudar a los jóvenes de su país a conocer y apreciar la literatura filipina. El proyecto surgió a partir de algunos de sus propios momentos de frustración en la preparatoria cuando intentaba leer y entender dos textos requeridos, “Noli Me Tangere” y “El Filibusterismo” de Jose Rizal, sobre la lucha de independencia de las Filipinas después de 333 años de dominio colonial español.

“Si tan solo hubiera tenido ese tipo de recursos a mi disposición quizá no hubiera reprobado mis clases y hubiera podido apreciar por qué era importante estudiar la literatura e historia filipinas como una manera de formarme una identidad y pertenecer a un grupo específico”, dijo Co.

Un día, durante el desayuno, surge una discusión acalorada sobre los riesgos de la tecnología ilimitada y el peligro de la globalización, así como de lo que se requiere para conservar la humanidad en un mundo cada vez más digital. Stifler señala que la tecnología no es una villana, y que el proyecto de Co es un ejemplo de cómo se puede utilizar no solo para promover la cultura, sino para preservarla.

“Es por eso que me apasiona mi proyecto”, dice Co. “Es una manera de entender la literatura filipina dentro del contexto de la historia y una manera de ayudar a los jóvenes a no olvidar quiénes son”.

Para Co, que se encuentra cursando el segundo año de la carrera de arquitectura, pasar un tiempo en la Amazonia fue una experiencia reveladora. Antes del viaje pensaba especializarse en arquitectura ecológica, pero después de pasar un tiempo en el Amazonas se ha vuelto un crítico de las “torres de marfil” del campo de su elección”.

“La oportunidad de colocarme un casco y ensuciarme las manos para construir de la nada una cocina comunitaria sin ningún tipo de maquinaria es totalmente diferente del ambiente seguro, aislado y lleno de tecnología al cual estoy acostumbrado”, dice. “Para conseguir grava teníamos que viajar 10 minutos en lancha a otra isla, meter el material con pala en 300 sacos de arroz y cargar cada uno de esos sacos casi 500 metros de regreso a la lancha”.


A medida que llevaba al límite sus capacidades físicas en un proyecto que se esperaba beneficiara a cientos de niños y sus familias, se dio cuenta de que también había despertado en él una pasión por realizar proyectos que tuvieran un impacto directo. Fue entonces que decidió que su nueva especialidad arquitectónica sería la construcción de bajo costo.

“Considero que es una relación perfecta entre mi trabajo y mi pasión”, dice.

En el lugar donde se está construyendo la cocina bajo el calor del mediodía, Fulton habla entusiasmada sobre mudarse a un nuevo dormitorio en la Universidad de Pittsburgh al día siguiente que vuelva de Ecuador. Una vez ahí, hará audiciones para la orquesta y tendrá un horario de clases completo, incluyendo un curso de gaita para principiantes.

Fulton es muy inteligente (se encuentra cursando dos carrera al mismo tiempo: ingeniería de biomateriales e ingeniería de software, y no olvidemos que ya cuenta con una patente), graciosa (ha bailado con el Ballet de Atlantic City, e incluso en botas para lluvia puede enseñarnos algunos de sus pasos) y, como la describen sus compañeros ganadores, “es fenomenal, brillante y agradable”. Aun así, dice Fulton, le cuesta trabajo estar “desconectada”. En el Minga Lodge no hay Wi-Fi y es quizá el tiempo más largo que ha pasado sin actualizar su blog. Tampoco puede dejar de pensar en todos los correos electrónicos que le han enviado sobre el inicio de clases y que necesita responder. A pesar de todo eso, agradece las oportunidades que le ha brindado estar desconectada”.

“Me encanta estar aquí en la selva amazónica. Tan solo con estar presente, no necesariamente conectada al Internet o con los amigos con quienes sueles conversar, puedes conocer a gente nueva, lo cual me parece fabuloso. He podido practicar mi español y conversar con la gente local”, dice Fulton. “Me gusta jugar con los niños. Ayer en el pueblo los estábamos columpiando y gritaban: ‘Arriba, arriba’”.

Fulton desarrolló su proyecto Science for Success (La ciencia para el éxito) hace cuatro años como una forma de promover la ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM, por sus siglas en inglés) entre las mujeres jóvenes. Conforme avanzaba en la escuela, tomando cada vez más clases de ciencias avanzadas, notaba que disminuía el número de mujeres en las clases.

“Suelo visitar grupos de mujeres más jóvenes y hago experimentos con ellas para ayudarles a superar los estereotipos de género y culturales que podrían afectar la manera en que se desempeñan en el campo de las ciencias. Es muy interesante ver cuánto se entusiasman las chicas cuando realizamos esos experimentos. Comentan emocionadas: ‘¡Vaya! Puedo hacer explotar algo y ver el resultado’”, dice Fulton.

Utiliza los experimentos para ilustrar qué tan emocionante puede ser la ciencia —clonar una col, utilizar la presión del aire para succionar un huevo dentro de una botella, crear caleidoscopios, hacer levitar imanes— y para ayudar a las chicas a encontrar mentores. También visita organizaciones profesionales para hablar sobre la manera en que pueden participar y animar a las jóvenes a continuar con una educación en STEM.

“Considero que la tecnología tiene la capacidad de acercar a la gente”, dice Fulton. “Una de las cosas que más me emociona sobre el futuro es el uso de la tecnología para aplicaciones médicas y científicas como lentes de contacto y prótesis. Las posibilidades de lo que podemos hacer con casi infinitas”.

Detrás de Fulton, varios estudiantes movían una pila de madera de una o dos tablas a la vez. Cuando unas cuantas cucarachas salieron de entre la madera, la mitad de los estudiantes rieron y la otra mitad gritó. Stifler no hizo ninguna de las dos. Con casco y anteojos de protección, estaba totalmente enfrascada en optimizar la tarea del momento, es decir, mover cinco veces más tablas por viaje. Después de eso, se dedicó a enseñar a los niños más pequeños a utilizar la sierra y el martillo.


Stifler es atrevida, energética y carismática. Tiene también la energía de un bicho bocarriba; la intensidad de alguien que sabe bien que se encuentra en un momento decisivo de su vida.

“El camino de la vida. El camino de la vida”, respondió Stifler una tarde cuando le pregunté qué en qué estaba pensando. “¿Qué diablos voy a hacer con mi vida?”

Después de graduarse de francés y español, se mudó al bosque para “vivir deliberadamente”, tal y como alguna vez lo hizo Henry David Thoreau. Una parte de ella desea un trabajo físicamente extremo como enlistarse en el ejército (ha estado entrenando con ejercicios como correr y levantar pesas). Tiene una cita con el reclutador al día siguiente que vuelva de Ecuador.

Otra parte de ella —una sumamente creativa que vive para escribir, sacar fotografías y tomar video— emergió por completo en enero cuando ella y su amiga Connie Gago desarrollaron el proyecto Journey in Their Shoes (Viaja en sus zapatos). Si la organización Humans of New York camina un par de calles con sus sujetos, el sitio web de Stifler camina 1.6 kilómetros. La amiga comenzó a recopilar historias y sacar fotografías de la gente que van conociendo con el objetivo de generar más respeto y comprensión. Antes de iniciar Journey in Their Shoes, Stifler estaba pasando por una época difícil y vacía, y el proyecto resultó positivo para su alma, afirma Stifler.

“De pronto dejé de enfocarme en lo que me estaba pasado y comencé a enfocarme en lo que otras personas han vivido”, dice Stifler. “La idea es empatizar con la gente por la cual normalmente nunca sentirías empatía. Y eso comienza lentamente a derribar ese tipo de juicios y estereotipos. A veces sucede que no te importa una persona porque no se parece a ti. Queremos que te importe, porque si te importa, hay mucho menos conflicto y mucha más proactividad hacia la paz”.

La empatía. Una tarde le pregunté a Stifler que haría con 15 minutos de Wi-Fi, considerado por los jóvenes residentes del Minga Lodge uno de los recursos más escasos en la selva tropical. Piensa un momento y luego responde que no lo utilizaría, luego lo piensa un poco más y cambia de parecer.


“Tal vez sí lo utilizaría, pero no para mí, porque yo tendré acceso al Internet dentro de siete días que vuelva a casa. Pero hay gente aquí que quizá nunca tenga Internet, de modo que sería genial buscar a alguien y preguntarle: ‘¿Existe algo que siempre hayas querido saber?’ Y dejarlos usar mi tableta durante 15 minutos para que conozcan lo que el Internet puede hacer por ellos”.

Desenlace de la historia: El día que volvió a casa de Ecuador, Stifler canceló su cita con el reclutador del ejército y aceptó un trabajo como becaria en producción de video en Seattle.

“Sentía que estaban pasando muchas cosas en mi vida y que no estaba lista para alejarme por completo de la civilización durante dos semanas, pero lo cierto es que fue lo mejor que me pudo haber sucedido, ya que aprendí muchas lecciones sobre el servicio, el liderazgo y el amor”, dice Stifler. “Es un concepto brillante de Microsoft porque a los ganadores no solo les dan una recompensa por aportar a la comunidad, sino que les ofrecen este viaje donde aprenden a ser mejores líderes, innovadores y servidores dentro de sus comunidades”.

Quizá ya no desayunemos juntos todos los días, pero los integrantes de El club de los cinco seguimos en contacto todo el tiempo, dice Stifler.

“Al final del viaje nos queríamos como hermanos”, comenta. “Aunque cada uno éramos muy diferentes, compartíamos el deseo de realizar un cambio positivo y causar un verdadero impacto en el mundo. No se necesita nada más”.

Fotos por Brian Smale / © Microsoft

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