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FARHAD AGAJAN

Cómo los refugiados enriquecen sus nuevos hogares con esperanza, determinación y valor

Encontró la casa vacía al volver de la escuela esa tarde.

Farhad Agajan, de ocho años de edad, salió a la calle a preguntar a los vecinos si habían visto a su mamá o a sus hermanos. Llorando y sumamente agitado, llegó a casa de un pariente que vivía cerca y escuchó las palabras que lo habrían de cambiar por siempre: “Me dio un poco de dinero y me dijo: ‘Tu vida está en peligro. Toma esto y márchate de inmediato’”, recuerda Agajan.

Pasaría la siguiente década como menor sin tutor legal, viajando desde Afganistán hasta Pakistán, Irán y Turquía antes de llegar a Grecia a la edad de 16 años, donde con el tiempo se enteraría de que su madre seguía con vida en casa. Para ese entonces, ya se había enamorado de su nuevo país y se consideraba a sí mismo griego.

Ahora, aunque Agajan habla por Skype con su madre cada semana, ha solicitado la ciudadanía griega y se esfuerza por dar algo a cambio al hogar y la gente que lo adoptó. La determinación y el optimismo que cultivó a lo largo de su dura travesía fueron los que lo hicieron salir adelante —y los que marcaron su camino hacia el éxito, ya que, en la actualidad, el joven de 28 años trabaja en Mercy Corps como director de campo en los campamentos de refugiados mientras concluye la preparatoria y aprende programación informática—.

Agajan es una de los más de 65 millones de personas en el mundo que fueron desplazados de sus hogares —el nivel más alto registrado hasta el momento—. Esa cifra alarmante incluye a más de 21 millones de refugiados que tuvieron que huir a otro país. En Siria, que se ha convertido en una de las crisis humanitarias más graves de nuestros tiempos, 11 millones de personas, o la mitad de la población, han tenido que abandonar sus hogares. Tres cuartas partes de esas personas son mujeres y niños.

Dado que Agajan escapó de Afganistán antes de la actual emergencia global, ahora se encuentra en una situación ideal para ayudar a otros a superar el trauma. Microsoft, que reconoce las maneras tan poderosas en que la tecnología puede ayudar a los refugiados, se encuentra trabajando para llevar las herramientas adecuadas a gente como Agajan y ayudar a organizaciones como Mercy Corps. En total, Microsoft se ha comprometido a aportar más de $30 millones de dólares para apoyar a los refugiados alrededor del mundo en el 2017.

“Nuestros esfuerzos son una gran parte de la misión de la compañía de impulsar a cada persona y organización a que consigan más”, dice Mary Snapp, directora de Microsoft Filantropía. “En términos generales, nos enfocamos en ayudar a las organizaciones sin fines de lucro a obtener acceso a tecnologías, en especial las que se encuentran en la nube, para que puedan trabajar de manera más eficiente y atender a la mayor cantidad posible de beneficiarios. También apoyamos la capacitación en habilidades digitales y técnicas para la gente que, sin ellas, se quedaría rezagada conforme avanza la innovación”.

Leen Toukatli tiene aproximadamente la misma edad que Agajan —30 años— y también huyó a Europa de un país destruido por la guerra, pero su experiencia fue mucho más diferente.

Farhad Agajan, 28, huyó solo a Afganistán cuando tenía 8 años. Anduvo en Paquistán, Irán y Turquía antes de establecerse en Grecia a la edad de 16 años, en donde ahora busca la ciudadanía y trabaja para Mercy Corps en un campo de refugiados. “Mi experiencia propia me ayuda a apoyarlos”, dice.

Toukatli creció sin violencia en Damasco, Siria, una hermosa ciudad que la UNESCO nombró la Capital Árabe de la Cultura en el 2008. La familia pasó tiempo en el extranjero, en Francia, donde su padre, médico, cursó estudios de medicina adicionales. Ella estudió Leyes, incluyendo algunos cursos en una universidad parisina, y se convirtió en abogada para una compañía siria de telecomunicaciones.

Vivió con sus padres hasta que se casó en el 2013, y sus recuerdos de esa casa, en una zona pacífica, no están marcados por los actos violentos del 2011. Sin embargo, cuando se mudó al apartamento de su esposo, el cual se ubicaba en un rascacielos con una vista panorámica de Damasco, pudo ver desde primera fila cómo la ciudad era bombardeada todos los días  —con explosiones en ocasiones a tan sólo dos o tres kilómetros de su casa—. “Podíamos ver la guerra frente a nuestros ojos”, comenta. “No podía dormir de la angustia”.

A finales de 2014, en vista del peligro inminente que enfrentaban, Toukatli y su esposo empacaron tres maletas con sus licencias de abogado, ropa y unos cuantos regalos de boda, y huyeron.

Al igual que Agajan, Toukatli es reservada al momento de revelar de manera pública los detalles aterradores de por qué tuvo que abandonar Siria y cómo lo hizo. Debido a que conocía el idioma y la cultura, Francia fue la opción lógica hacia dónde migrar. Ella y su esposo recibieron la ciudadanía francesa el mes pasado.

“El gobierno francés me aceptó, me protegió, me ayudó y respetó mis ideas sobre la libertad, y fue así como logré sobrevivir”, dice Toukatli. “Por lo tanto, me siento siria, pero también francesa. Como un niño que pierde a sus padres y es adoptado por otros padres, esos padres se convierten en su familia y padres verdaderos. De modo que Francia es ahora mi familia”.

Toukatli estudió en París cuando llegó a Francia por primera vez, hasta que se le permitió trabajar. Una pasantía en Microsoft condujo a un puesto como abogada para representar a la compañía ante países africanos de habla francesa.

“Microsoft me ayudó a reconstruir mi carrera, que perdí al salir de Siria”, dice Toukatli. “Cuando llegué a Francia no era nadie. Pero Microsoft creyó en mí. Venía de un país que, debido a la guerra, no tenía electricidad ni Internet, y ahora trabajo en una de las compañías de tecnología más importantes”.

Los gerentes de Toukatli en Microsoft también la animaron a hacer algo para ayudar a otros sirios en Francia, de modo que ella y un colega comenzaron a enseñar a los jóvenes refugiados a escribir currículums y cartas de presentación, a buscar empleo y a integrarse en su nueva patria.

“Vivir una guerra te da el poder de sobrevivir”, dice Toukatli. “Y ahora siento que tengo más poder para otras cosas: más poder para vivir, superarme y ayudar a otros. Como parte de mi trabajo en Microsoft, hago todo lo puedo para marcar la diferencia, porque yo soy diferente”.

Snapp se convirtió en la directora de la recién formada división Microsoft Filantropía en diciembre de 2015, casi un año después de que Toukatli llegara a Francia, conforme miles de sirios desplazados llegaban a diario a las playas griegas. Snapp pronto se percató de que la manera tradicional en que la compañía proporcionaba ayuda humanitaria en situaciones de desastres naturales no bastaba. Así que, a principios del año pasado, su grupo amplió su foco para incluir “desastres ocasionados por el hombre”.

Vivir a través de la guerra te da el poder de sobrevivir. Siento que ahora tengo un impulso extra por vivir, para mejorar yo mismo y ayudar a otros. En mi labor para Microsoft, realizo todo lo que puedo para hacer una diferencia.

Las donaciones en efectivo, equipo, software y capacitación por parte de Microsoft tienen el objetivo de fortalecer a las organizaciones humanitarias, como Mercy Corps, que trabajan para satisfacer necesidades urgentes, y a la gente desplazada que intenta reconstruir su vida.

A través de Mercy Corps, por ejemplo, la compañía donó computadoras a los centros juveniles de los campamentos de refugiados en Grecia, las cuales el propio Agajan utiliza para trabajar, y proporcionó capacitadores para enseñar habilidades digitales. En uno de los centros de refugiados que Snapp visitó este año en Atenas, un grupo de jóvenes aprendía cómo crear presentaciones de su vida en Sway, para lo cual adquirieron no sólo habilidades técnicas, sino también la capacidad de contar sus historias y expresarse de manera creativa.

El idioma es indispensable para el éxito de los refugiados, afirma Snapp, sin importar dónde se encuentren. Agajan aprendió a hablar ocho idiomas durante su travesía, mientras que Toukatli ya sabía hablar tres cuando llegó a Francia. Sin embargo, más de la mitad de los refugiados del mundo son niños, muchos de los cuales nunca han tenido una educación académica formal debido a la crisis y quizá sean huérfanos o se hayan separado de sus padres en una tierra extraña. Es crítico que esos niños aprendan a comunicarse.

Más de la mitad de los refugiados en el mundo son niños, muchos de ellos nunca han tenido una educación formal debido a la crisis o pueden ser huérfanos o estar separados de sus padres en un territorio extranjero. Para ellos es crítico aprender cómo comunicarse.

Conforme masas de refugiados comenzaron a llegar a Alemania en el 2015, una compañía del país se percató de que su popular aplicación “Schlaumäuse”, desarrollada en el 2003 para ayudar a los niños alemanes a iniciar la escuela con mejores habilidades lingüísticas, podría resultar de gran utilidad para los niños refugiados. Microsoft ayudó a rediseñar la aplicación para la nueva misión al agregar instrucciones orales en árabe, francés e inglés, y donó dispositivos con la aplicación integrada para que las organizaciones humanitarias los distribuyeran.

La aplicación gratuita, cuyo nombre significa “ratones inteligentes”, utiliza dos ratones animados llamados Lingo y Lette que enseñan a los niños a leer y hablar alemán a través de cuentos y juegos. Uno de los juegos enseña, por ejemplo, los nombres de varias prendas de vestir, mientras que en otro los niños aprenden el nombre de artículos que pudieran encontrar en la cocina o en la escuela. Unos 80 mil niños refugiados utilizan en la actualidad la aplicación, comenta Jacqueline Graf, integrante del equipo pedagógico de Helliwood Media & Education que desarrolló la aplicación. Además, niños alemanes en todo el país dedican sus tardes libres a jugar con los recién llegados para ayudarles a aprender, afirma.

Snapp narra su visita reciente a Jordania y al campamento de refugiados de Zaatari, que se estableció hace cinco años y alberga a 80 mil personas, lo que lo convierte en la cuarta ciudad más grande del país. A pesar de que los habitantes viven en carpas, el campamento cuenta con 29 escuelas, dos hospitales y unas 3 mil tiendas y negocios informales. Snapp se reunió ahí con un grupo de líderes que le presentaron una propuesta: no de alimento ni de agua ni de medicamentos, sino de la tecnología que afirman es necesaria para ayudar a administrar su nuevo y, con suerte, hogar temporal. La propuesta incluía peticiones específicas como el servicio de visualización de datos de Microsoft, Power BI, para ayudar a crear un mapa del campamento y supervisar de manera constante la condición de los albergues.

Mary Snapp, quien lidera Microsoft Filantropía, recientemente conoció a un grupo de líderes en un campo de refugiados que se dirigieron a ella con un tema en específico –no se trataba de alimentación, agua o medicinas, pero sí de tecnología que ellos necesitaban para que pudieran operar, afortunadamente de manera temporal, su hogar.

“Se trata de comunidades que dependen del apoyo que se les brinda, pero que sin duda desean valerse por sí mismas”, dice Snapp. “Cuando escuchas a las Naciones Unidas decir que la estancia promedio en un campamento es de 17 años, entiendes la importancia de proporcionar capacitación en sustento independiente y tecnología, ya sea dentro del campamento o para iniciar sus propios negocios. Ese es uno de los elementos clave de lo que necesitamos hacer cuando hablamos de los cientos de miles de personas en los campamentos.

Agajan fue una de las personas que Snapp conoció durante su visita, y recuerda bien el sentimiento de esperanza que inspiró en ella. “Cuando acudimos al campamento con él, vimos que conocía a las personas, las saludaba de mano y le daba una palmada a los hombres en la espalda y les preguntaba por sus hijos”, dice Snapp. “Les transmitía una sensación de esperanza, una conexión con el mundo en el cual esperaban poder vivir algún día”.

Al pensar en aquél día que desapareció su familia cuando tenía ocho años, Agajan comenta que su “mente estaba en blanco, que sólo pensaba en salir de ese lugar”.

“Desde el día que nací ha sido guerra tras guerra”, afirma. “Desde el momento en que aprendí a distinguir mi mano derecha de la izquierda, desde entonces, lo único que recuerdo es la guerra, y pensaba que eso nunca cambiaría”.

El pariente que vivía cerca de su casa le preguntó si tenía familiares en otro país al que pudiera huir, y Agajan recordó el nombre de un pueblo en Pakistán al que su padre —antes de morir— lo había llevado cuando tenía cinco años para visitar a unos parientes que habían huido de la guerra rusa. Así que tomó el dinero que le dio su pariente, corrió hacia la calle principal y compró un viaje en auto con dirección a la frontera.

“Era de noche cuando llegamos a Pakistán, y como era un niño pequeño, la policía no me revisó”, dice Agajan. “Pensaban que iba con algún adulto, de modo que pude cruzar la frontera. Entonces vi cómo unos chicos subían a la parte posterior de camiones y se cubrían con lonas; hice lo mismo. Parecían tener experiencia en eso, pero no tuve oportunidad de preguntarles dónde iban. Solo hice lo mismo que ellos”.

Farhad brindó a los residentes del campo una sensación de esperanza que pudieran mantener, una conexión con un mundo en el que ellos esperan estar algún día.

Agajan descubrió el camino hacia el pueblo correcto y al final encontró a los parientes de su padre. Lo consolaron, lo acogieron y le permitieron vivir con ellos durante seis años mientras acudía a la escuela y trabajaba, pero nunca pudo saber lo que le sucedido a su madre y sus hermanos. Cuando cumplió 14 años, decidió partir y forjarse un futuro.

Resultó que sus parientes habían ahorrado todo el dinero que el joven Agajan había aportado a las finanzas familiares y se lo devolvieron íntegro. También pagaron para ayudarle a llegar a Irán. Fue una travesía larga y peligrosa por autobús y automóvil con otros refugiados hasta llegar a un muro de poca altura, por el cual debían saltar. “Y cuando lo saltamos, alguien dijo: ‘Estamos en Irán’”, cuenta Agajan. “Entonces pregunté: ‘¿Aquí es Irán? Pero no veo ninguna ciudad, ni casas’. Y me respondió: ‘Aquí comienza tu viaje’. Y caminamos y caminamos y caminamos por las montañas en total oscuridad”.

Los recuerdos que Agajan está dispuesto a compartir son específicos: peleas entre los refugiados por las escasas botellas de agua que les llevaron unos hombres en motocicletas, quienes luego desaparecieron y los dejaron solos en las montañas; viajes bajo lonas en la parte posterior de camiones que conducían por caminos estrechos a velocidades aterradoras; una casa a medio construir en la que se escondieron durante varios días en un pueblo; recorridos peligrosos en motocicleta abrazando fuertemente a otros dos o tres refugiados para no caer; intentos desesperados por limpiarse el polvo de la cara y el cabello antes de subirse a un autobús “normal” que lo llevara a una ciudad; encuentros con otros refugiados que le ayudaron a conseguir trabajos eventuales y un lugar donde dormir.

Aquello que no quiere —o no puede— compartir es lo que más lo atormenta.

“Hay muchas cosas que no quiero recordar”, dice. “Fue una experiencia muy dura. Si comienzo a contar una cosa, entonces tengo que continuar con otra y luego con otra más. Y es demasiado doloroso volver a vivir todo eso”.

Desde Irán, Agajan emprendió el viaje hacia Turquía, guiado por la luz de la luna a través de montañas empinadas sobre un camino tan angosto que no podía pararse con los pies juntos. La vida en Estambul, donde realizaba trabajos eventuales que le dejaban dinero apenas para sobrevivir, fue difícil. Agajan venía de una familia educada, y ansiaba estudiar, incluso quizá ser médico como su padre.

Agajan durmió en una banca de parque en Atenas durante pocos meses cuando llegó a Grecia a los 16 años, como un menor sin compañía. Comenzó a aprender griego, encontró trabajo y ahora tiene su propio apartamento y se enfoca en retribuir algo a su patria adoptiva.

Nunca había escuchado de Grecia, pero en su camino hacia Londres cerca del 2005, cruzó un río de Turquía en un bote de plástico, se ocultó bajo una lona más en la parte posterior de un camión más, y de pronto se encontró rodeado por la policía griega —así como por hombres y mujeres de un pueblo cercano que ofrecían leche y galletas a los exhaustos refugiados—. Cuando Agajan vio la sonrisa cálida de una anciana griega que lo abrazaba con la mirada, supo que por fin había llegado a casa.

“Sentía miedo, pero también felicidad”, dice. “Estaba tan confundido. Sentía que estaba en otro mundo. No conocía el idioma, pero entendía su rostro. Me sentía feliz, una sensación difícil de describir. Era la primera vez en mi vida que me sentía bienvenido”.

Después de que la policía lo dejó en libertad, se dirigió a Atenas, donde durmió durante algunos meses sobre la banca de un parque en el centro de la ciudad. Por las mañanas, veía desde su banca cómo la gente caminaba deprisa al trabajo mientras él se quedaba sentado, hambriento y sediento, con la ropa sucia y olorosa que no había podido cambiarse. “¿Cuál es la diferencia entre ellos y yo?”, recuerda preguntarse. “Tengo ojos, manos y pies al igual que ellos. Si me esfuerzo lo suficiente, yo también puedo tener esa vida”.

Un hombre que vivía cerca del parque le ofreció a Agajan una ducha caliente y una tarjeta telefónica. Los números telefónicos que recordaba de familiares y amigos en Afganistán seguían sin funcionar, pero logró llamar a los parientes con quienes había vivido en Pakistán para comunicarles que estaba vivo y en Grecia.

Entonces se propuso aprender algunas palabras, incluyendo la importantísima frase: “Buenos días, jefe, ¿tiene algún trabajo para mí?” Encontró un empleo estable en una fábrica, donde intercambiaba turnos extra por clases de griego.

Había aprendido un poco de inglés en la escuela para refugiados a la que asistió en Pakistán, y eso, además de otros idiomas que aprendió durante su viaje, le permitió conseguir empleo como intérprete en una organización humanitaria. Hizo amigos griegos y Mercy Corps lo contrató como director de campo para ayudar a las personas que vivían en los campamentos de refugiados a obtener los servicios que necesitaban para sobrevivir.

Estaba muy feliz. Era la primera vez en mi vida que me sentía bienvenido.

“Hay veces que estás abajo y alguien te da la mano para ayudarte a subir. Eso es lo que necesitaba cuando llegué, y ahora estoy feliz de poder ofrecer mi mano a otros”, dice Agajan. “Puedo mostrarles lo que pueden lograr y cómo superarse. Mi propia experiencia me ayuda a ayudarlos”.

Agajan estudiaba en casa todos los días al volver del trabajo, y después de seis años en Grecia, con un ingreso estable para mantenerse, pudo regresar a la escuela. En la actualidad se encuentra concluyendo la preparatoria; toma clases nocturnas con énfasis en programación informática. Está ahorrando para comprar una casa, que es lo más importante para él en estos momentos, aún más que su deseo incesante de ser médico.

“Quiero casarme y tener hijos y vivir en nuestra casa propia”, dice. “He vivido solo todos estos años, sin familia, de modo que ahora intentaré formar una. Si te esfuerzas y tienes esperanza, lo puedes lograr. Si no puedo estudiar, quizá entonces pueda ayudar a otros, y así mis hijos podrán estudiar”.

Agajan nunca perdió la esperanza de que su madre y sus hermanos siguieran con vida. “Algo me decía que estaban bien y que los encontraría”, dice. “En ocasiones pensaba que podrían estar aquí mismo, en Atenas”. Cuando Agajan tenía 19 años y trabajaba en la fábrica y como intérprete voluntario, sus parientes en Pakistán le dieron el número telefónico de unas personas que conocían en Afganistán. Agajan las llamó y esperó en la línea mientras alguien corría para avisarle a su mamá.

Agajan aún recuerda muy bien a los habitantes de la villa en Afganistán que le agradecían a su padre la provisión gratuita de atención médica, sobre todo después de los bombardeos: “Por eso me gusta ayudar a la gente”, dice. “Bien, no soy médico, pero puedo apoyar a la gente con lo que tengo”.

Hablar con ella por primera vez después de más de una década fue, comenta, un sentimiento demasiado difícil de describir. “Me dijo: ‘Hijo, estás bien. Estás a salvo. Cuídate y no intentes volver aquí’”, dice Agajan. “Después de esa conversación, ahorré para comprarle un teléfono a mi mamá y poder llamarle de manera directa”. Se enteró de que sus hermanos, unos mayores y otros menores, se encontraban dispersos por el mundo. No dijo cuántos siguen vivos porque teme por sus vidas.

Ahora, aunque Agajan trabaja todo el día y toma clases en las noches, se asegura de encontrar tiempo para comunicarse por Skype con su mamá una vez a la semana. A los dos les ayuda poderse ver a través de la conexión por video.

Pero está encariñado con Grecia y desea dar algo a cambio a su gente. Agajan recuerda claramente cómo las personas de su pueblo en Afganistán agradecían a su padre por brindarles atención médica sin costo, en especial después de los bombardeos. “Esa es la razón por la que me gusta ayudar a la gente”, dice. “Tengo muchos amigos griegos, y me regalan su ropa vieja y yo se la doy a la gente que vive en los parques y en otros lugares. De acuerdo, no soy médico, pero de todas formas puedo ayudar a las personas con lo que tengo.

“No vine aquí en busca de alguien que me ayudara o me diera cosas”, explica. “Nunca dejé de buscar empleo, y desde el día que lo conseguí pago impuestos. Si pones en una balanza cuánto me da Grecia y cuánto le doy yo a Grecia, pues bien, yo pago todos los impuestos, pero Grecia me da una vida nueva. Y por eso me esfuerzo, porque me siento griego”.

Sus amigos griegos comentan que es más maduro que otros chicos de su edad —lo que es de esperarse después de su experiencia de vida—. Pero más que madurez, su travesía le enseñó el poder del optimismo. “No obstante lo que estuviera viviendo, desechaba todo lo negativo y me quedaba sólo con lo positivo”, afirma.  Agajan, que ha adoptado la fotografía como pasatiempo, asegura que sólo toma fotos de cosas “buenas” para ayudar a borrar los malos recuerdos de su memoria.

Ese tipo de cualidades hace que los refugiados sean de sumo valor para sus nuevos países anfitriones, dice Snapp.

Mary Snapp conoció a Agajan en su reciente visita a un campo de refugiados en Grecia y Jordania, ella contemplaba mientras saludaba a la gente, daba palmadas en la espalda a los hombres y preguntó por los niños. “Él les brindó una sensación de esperanza y se mantienen con ella, una conexión a un mundo en el que ellos esperan estar algún día”, comenta Snapp.

“Los refugiados traen consigo carácter, determinación y valor”, afirma. “Su perseverancia les permite adaptarse a cualquier entorno laboral. Tienen la capacidad de trabajar en equipo, de realmente colaborar con otros. Es esa serie de características, obtenidas a partir de las experiencias que han vivido y de su conocimiento del mundo, la que los hacen distintos de un ingeniero que se graduó de MIT y llegó directamente a nosotros a la edad de 23 años. Y aquí en Microsoft necesitamos esa perspectiva si queremos desarrollar productos y servicios que sean útiles para los habitantes del mundo”.

En diciembre del 2000, cuando Agajan vivía en Pakistán y estaba por cumplir 12 años, y cuando Toukatli seguía disfrutando de una niñez privilegiada en Siria, la Asamblea General de las Naciones Unidas designó el 20 de junio como el Día Mundial de los Refugiados con el fin de generar conciencia y tomar acción.

Ahora, Agajan y Toukatli quieren que la gente sepa que “refugiado” es tan sólo un nombre para alguien que bien pudiera ser cualquiera de nosotros.

“Nadie quiere ser un refugiado”, dice Toukatli. “Es una situación inevitable que te llega de imprevisto. Cuando vivía en Siria, sin guerra, jamás me imaginé que algún día sería una refugiada. ¿Entonces por qué pensarías que puedes vivir toda tu vida sin llegar a serlo? Te puede pasar a ti, y entonces te quedas sin hogar. Y sin hogar, pierdes tu identidad. Tal vez no valoras la importancia de tu país, pero si lo perdieras, también se perdería una parte de ti, y quizá nunca la recuperes”.

Agajan espera que la gente se tome un momento el día de hoy para cerrar los ojos e imaginar.

“No lo pienses, sólo imagínalo”, dice. “Estás en el mar con tu familia en un bote de plástico y no puedes ver nada. Es realmente aterrador. Amas tu país, pero si vuelves a él alguien te matará. Si te quedas en el bote, que a pesar de estar construido para cinco personas lleva a más de 40, puedes llegar al otro lado, donde podrás forjarte un futuro. ¿Qué decisión tomas?

“Los refugiados no llegan para tomar sin dar algo a cambio. Sólo quieren estar en un lugar donde se sientan seguros, en un lugar donde las personas se preocupen por los demás. Si le das un poco de ayuda a alguien, como persona o país, esa ayuda se te regresará”.

Fotos por Brian Smale / © Microsoft